viernes, 3 de abril de 2015

Medicinas

Encuentro el momento para aceptar que lo que más conviene no siempre es lo que más gusta; que lo que mejor cae no siempre levanta.
Mi mejor medicina eran sus dedos.
Su lengua me fue despintando hasta dejar sólo la tristeza de saborear el mar que nos separó y que jamás nos volvió a unir.
Sus ojos me miraron avanzar, errático, hacia un propósito imposible: me cansé.
Lo que distinguió el principio del final fue la divergencia de lo lineal: se cansó.
Miramos hacia otro lado.


El miedo a la libertad que un día me llenó la cabeza de fantasmas y me asustó tanto que me llevó al pasillo de lo incomprensible hoy me despeja: momento de limpiar los cristales turbios de una soledad indiscreta.
Tiempo pasado que ya no volverá.
Las verdad, cuando es ajena, sólo se puede ver a tarvés del espejo.
Lo volteo a veces.
Me apoyo en lo antiguo, me recuesto en mis sueños: despierto al presente y me caigo.
Pero me levantan con medicinas: hoy acepto mi fragilidad.


Así, mi incipiente libertad se encalla en una noción diferente.
Persigo el canto de una nueva sirena que no promete más que un nuevo dolor; necesito muy poco para volver a sentir la medicina de su voz.
Escucho con atención esa trampa radiante en medio de una lluvia de ceniza: barro en el barro y me recompongo con una sola canción que enloquece.
Su mirada aún no me adivina: prohibido en su permisividad.


Mis medicinas tratan, pero no curan.
Admiro esa fórmula que siempre acaba con "a": necesito otra dosis del veneno que, en cantidades controladas, permite soñar.
Me asomo a la realidad completa de una verdad a medias, el juego de un intercambio lejano que mataría a las hormigas si lo acercara de más.
Tengo sed. No he probado más que aquel trago que diluí con el agua de la soledad.
Me hace el daño necesario para reconstruir mis bruscos pedazos con el oro fino de su belleza.
Así, mi salud depende del dolor que genera el remedio.

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