miércoles, 26 de octubre de 2011

Planeta

Un sábado en el que supuestamente llovería me di cuenta de algo asombroso. No llovió. Fue la claridad de la neblina que cubría la ciudad mientras viajábamos en el coche hacia la montaña.
"Mira", le dije. "La ciudad se ve nublada, pero no llueve".
En la radio sonaba cualquier canción. Le permitía poner un pretexto para disfrutar de la vida con plenitud. No lo necesitaba, en realidad, pero la radio estaba encendida. Bailaba y me decía que la ciudad se veía hermosa. "Mira", me dijo con una sonrisa. "La ciudad se ve hermosa".
Al enfocarme en las nubes, supuse que todo, a través de sus ojos de un discreto color miel, se veía hermoso. Supuse que por eso bailaba. Supuse que por eso no llovía, aunque se suponía que ese día llovería. Supuse que éramos del mismo planeta. Me imaginé una historia increíble.
"Somos del mismo planeta", me dijo. "¿Por qué no sonríes?"
No sonreía porque me costaba aceptar que la realidad pudiera ser dulce. Delicada e inexplicablemente dulce. No sonreía porque no estaba acostumbrado a creer que la realidad pudiera tener un sabor distinto al amargo. Pero en vez de decir cualquiera de esas cosas y hacer que lloviera en el sábado en que supuestamente llovería, abrí la boca sólo para mostrar una sonrisa. Sol, en vez de lluvia.
Bailamos los dos y nos asombramos de lo bonita que se puede ver una ciudad nebulosa. Un lejano recuerdo de nuestro planeta.

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